La angustia
emerge cuando falta la falta, cuando el deseo ha quedado colmado y obturado por
la presencia de algo que –debiendo haber quedado oculto- se ha revelado y
manifestado.
Irrumpe así
el objeto a, produciendo una inquietante extranjeridad y desorganizando
el campo de la realidad, del yo y del cuerpo.
Lacan
plantea su tesis sobre el estadio del espejo para referirse a la constitución
del yo, metiéndose así en el campo de la identificación, donde interactúan lo simbólico
y lo imaginario. Propone que el infans
(cachorro humano) será introducido en el campo del lenguaje gracias al Otro
(Otro simbólico). El yo se constituye a medida que el niño comienza a sentir placer
por la imagen que le devuelve el espejo: ya sea la imagen de sí mismo, o la
imagen de un semejante. Se ve a sí mismo. La imagen devuelve una ilusoria creencia
de unidad totalizadora, aunque el yo se sabe fragmentado. La imagen hace de
muleta ortopédica. Dirá Lacan que la
palabra antecede a la mirada: el niño no se reconocería en el espejo si no
hay alguien que, a través de la palabra, de lugar a esa imagen. Es así que los
animales no se reconocen en el espejo pues carecen de lenguaje.
He aquí el
ingreso en el mundo simbólico, la constitución del yo y del sujeto (sujetado al
lenguaje) y la producción de subjetividad. Un cuerpo atravesado por la palabra:
un cuerpo libidinisado. El Otro irá respondiendo y no respondiendo ante la
necesidad del niño. Necesidad, que interpretada por el Otro, en su pasaje por
el desfiladero del significante, se transforma en demanda. El pequeño irá dando
cuenta de la no omnipotencia del Otro materno, es decir, que no siempre
responde a la demanda. Allí el lugar de la falta. El Otro deja de ser
omnipotente, un Otro que no siempre responde. El Otro no lo puede decir todo y
pasa a estar atravesado por la falta. El sujeto, al percibir que no hay
respuesta a su demanda, también quedado dividido: queda en falta.
Retomando: “La angustia emerge cuando falta la falta”
Ocurre que,
según Lacan, esta entrada en el mundo simbólico no es perfecta. Todo lo
contrario. El ser hablante sufre los efectos del lenguaje. Lacan habla de una perdida de la
naturalidad experimentada por el sujeto a partir de la acción del significante
que lo introduce en el mundo simbólico. El sujeto hablante, introducido en el
mundo simbólico, perderá lo que los animales no han perdido: el goce todo. Si
en los seres humanos hay goce pulsional, ello se debe a que no hay goce
completo de la complementariedad sexual. El goce es siempre goce del cuerpo. (“no hay relación sexual”).
En los animales hablamos de agujeros. Solo con el orden simbólico,
el agujero pasa a ser castración en el plano del ser hablante.
Es en el
seminario 10 donde Lacan construye al objeto a, carente de representación tanto a nivel simbólico como imaginario,
siendo la angustia la única forma de manifestación del objeto a. Es el objeto causa del deseo, se
encuentra por detrás del deseo. Este objeto tiene antecedentes en el objeto
parcial de Freud y el objeto transicional en Winnicott pero lo original está en
que se inscribe en el proceso de constitución del sujeto a partir del
significante, constitución que requiere la presencia del Otro como lugar de los
significantes que preceden al sujeto. En este proceso de constitución del
sujeto en el Otro, queda un resto. Algo
no queda capturado por el significante: el objeto a. Por ser el resto de la operación por la que la estructura
del lenguaje da origen al sujeto, el objeto a
es también efecto del lenguaje.
El objeto a al desnudo (sin los paréntesis de la
imagen tranqulizadora que devuelve el espejo) vehiculiza un goce que escapa a
la posibilidad de simbolización.
El sujeto
vacila, desprovisto de su imagen unificada, sostenida en el Otro simbolico. Se
encuentra entonces desprovisto del reconocimiento como persona en el deseo del Otro
y queda librado, como objeto, al capricho del Otro. Tambalea el fantasma (“Si quiero ser causa de ese deseo, Para calmar ese deseo, para realizar
el deseo del Otro barrado, si me pongo en el lugar de causa del deseo del Otro,
lo que hago es tapar el agujero del deseo del Otro. Aquí no se trata de
recuperar el objeto perdido sino se trata de cómo hago para asegurarme que
tengo un lugar en el Otro. La forma de tener un lugar es ser su causa,
provocarle un deseo. La forma de colmar esa perdida es siendo el objeto causa
que tapa la perdida. Cuando el objeto causa tapa la perdida forma parte del fantasma, es la forma que tiene el
sujeto para reparar con plastilina la falta en el Otro”)
Entonces,
la angustia surge en el punto donde, desprovisto de la imagen unificadora que
devuelve el espejo, queda un “objeto para
el Otro” donde debería haber un sujeto apoyado en lo simbólico.
Dice Freud en su segunda teoría sobre
la angustia que la
misma no es el resultado de la represión, sino su condición: el Yo es el único
capaz de generar y sentir angustia, el que se defiende de los peligros del Ello
y del Superyó, como lo hace del mundo exterior, es decir generando una
pequeña señal de angustia, o apronte angustiado, que pone en marcha el
mecanismo del principio de placer (que
busca evitar un displacer mayor que sobrevendría con el desarrollo completo de
la angustia) y activa así el mecanismo de represión que pone al Yo a salvo de
la moción pulsional peligrosa, cuya satisfacción acarrearía la consecuencia
temida o la consumación de la situación de peligro.
Para que la
angustia se imponga como “ataque de pánico” es necesario
que la angustia pierda su valor de señal, lo que implicaría una imposibilidad
de escape, un encierro. La angustia como señal “da un aviso” con el fin de evitar el encuentro del sujeto con el
objeto que lo perturbaría. Cuando la angustia funciona como señal, el objeto a mencionado anteriormente queda velado,
cubierto, en secreto. Cuando la angustia no avisa, deja de ser señal, da lugar
a la irrupción de eso que se llama “ataque
de pánico”, al encuentro con el objeto atemorizante.
El ataque
de pánico, llamado “ataque de angustia” por Freud allí por 1895, implica la
falta de movimiento. La angustia del ataque de pánico no está ligada a ninguna
representación, se expande en forma no discursiva.
El sujeto
queda a merced del Otro, que lo demanda justamente allí donde se queda sin
recursos. El Otro, en lugar de sostener, ya no ofrece garantía alguna.