viernes, 5 de junio de 2015

Las muletas imaginarias [...]










¿Qué es una fractura? 
Se define a la fractura como una “pérdida de continuidad” (continuidad normal de la sustancia ósea o cartilaginosa, a consecuencia de golpes, fuerzas o tracciones cuyas intensidades superen la elasticidad del hueso).
Tibia y peroné.
Crees que no te va a pasar. Te lesionaste alguna vez, pero ¿fractura, quiebra, ruptura? Eso solo en la tele o en algún que otro caso cercano.
Si tenía que pasar, que sea jugando al fútbol y en el lugar más lindo del mundo.
Cuando algo se rompe, es necesario arreglarlo para que vuelva a ser utilizado, de la misma o de diferente manera a la forma original. Conocimientos traumatológicos, manos profesionales, un clavo y cuatro tornillos hacen que hoy mi pierna derecha ya no esté rota. Pero sin embargo, aún no funciona.
Esa ronda. Esas miradas. Caras de preocupación. De repente la cancha 1 se va alejando. Al principio no duele. Al parecer en caliente no se siente mucho, pero te das cuenta que “o tenes mucha elongación, o algo se rompió”. No te podes levantar. El botín empieza a apretar. Y de un segundo para el otro caes de lo que se viene. Ahí, en ese momento, empieza a doler.
Me dijeron que recién en tres meses podría volver a usar la derecha.
Seguís siendo un avión, pero de papel.
¿Qué pasa en esos tres meses?
Esa continuidad que se pierde como lo dice la definición, no alude solamente a la continuidad de una sustancia ósea. Se pierden muchas otras cosas que venían dándose de una manera, y ahora, indefectiblemente, tendrán que ser de otra.
Llamados y mensajes durante dos días seguidos. Algunos entrantes, con buenos deseos, motivando y haciendo sentir a uno querido. Algunos salientes, comentando que no podré ir a trabajar por al menos tres meses. Por ahora, todo es cariño, mensajes, estar rodeado de gente, casi ni sentir el dolor. Pero cuando menos te la esperas, esa ilusión de totalidad empieza a fragmentarse. Dejas de formar parte. Reina la incertidumbre de si podré cursar en la facu este cuatrimestre, si podré volver a viajar en colectivo, si dejará de doler en algún momento, si volveré a ejecutar un lateral largo, mandar algún centro. Cada foul te parece violento, motivo de fractura y expulsión. Efectos secundarios de la medicación, nauseas, sueño de día e insomnio por la noche. Los mensajes ya no llegan.
La sensación de que se había roto algo más que la pierna. Algo de mi cabeza parecía desarticulado también.

Y en esa desarticulación, donde por un rato no hay sostén, empezas a sentirte indigno de relación social: “no lo quiero joder”. No queres salir a la calle, hasta le agarras el gustito a la comodidad de estar tirado. Te replegas, te cerras en tu mundo, y el dolor vuelve a aparecer. Hasta que te das cuenta que "cuánto más te alejas, mas te acercas a lo que te da miedo". Y entonces estas dispuesto a asumir el riesgo. Salís a la calle, te bancas el dolor, te acalambras, pero volves a sentir el calor del sol, o te cagas de frio porque ya perdiste la noción de la temperatura y saliste sin buzo y con ojotas. Hasta te olvidas que tenías la opción de chequear la temperatura. Ese afuera que atemorizaba se convierte en horizonte.  Pudiste. Lo hiciste. Algo se puso en movimiento. El avión empieza a recuperar la fuerza después de una bandera naranja, pero recién te estás acercando al aeropuerto y sabes que el vuelo está muy demorado.
Sos objeto de la institución de la ternura. Todos súper afectivos. Se cuidan de no golpearte y te cuidan a vos y a tu pierna. Ternura que te gusta, te queda cómoda, pero que a la vez te inmoviliza.
Subirme a las muletas fue como empezar a andar en bicicleta. Claro, en este caso sería adecuado decir que la bici tiene una rueda pinchada. Un otro que te motiva: “dale, vos podes”, que te felicita cuando das esos primeros pasos. Un otro que te apoya las manos en la espalda para que no te caigas, que te ayuda a estacionar las muletas, que te acomoda el asiento. Por momentos tengo la ilusión de que aunque haya una rueda pinchada, la bici puede andar igual. O a lo mejor te das cuenta que no es tan malo andar con rueditas.
Mi viejo, disfrazado de meteoro, llevándome a la facultad en un Chevrolet que se convierte en micro. Un asiento para mí, otro para mi pierna, y otro para las muletas. Una multitud.
Kinesiología, mi segunda casa. La guitarra y las muletas, mis amigas.
Cada escalón, una montaña. Cada vereda, un salto de trampolín en donde miraste para abajo y dudaste: ¿me tiro o no me tiro?
La pierna se vuelve amo y el cuerpo se vuelve esclavo. La pierna tiene el privilegio, todos la cuidan y preguntan por ella. Gana el centro de la atención. La pierna, siempre estirada, elevada, se cree reina, se cree el amo. Pero mientras ella esta quieta, esperando, el resto del cuerpo se pone en movimiento, se transforma cada día y se va acercando a la libertad. El esclavo encuentra la libertad en el  momento que se pone a trabajar.
Cuando la pierna, el amo, se siente en desventaja, pues reconoce que ya ha descansado mucho, entiende que es hora de despertar y para esto, debe resignar su lugar de privilegio.
La fractura deja marcas y no solo en el cuerpo.
Para mí, la fractura, fue una experiencia.
Y la experiencia requiere un punto de interrupción. Acá entendí que esa “perdida de continuidad” que define a la fractura va en sintonía con esta interrupción: pararse a pensar, mirar, escuchar, pensar más despacio, mirar más despacio, escuchar más despacio, detenerse en los detalles y tener paciencia.
La fractura es algo así como un territorio de paso, donde lo que pasa produce efectos, inscribe marcas y deja huellas. Pero no todos los efectos son negativos.
Cicatrices, dolor, regresión a estados de dependencia casi absoluta, angustias nocturnas. Para estas cosas, las muletas reales no me sirvieron. Diría más bien que, ante momentos de necesidad, aparecieron unas muletas imaginarias que me ayudaron a sostenerme cuando me estaba por caer: amigos, novia, familia.
Solo con ellos pude encontrar el verdadero punto de contacto entre aquello que se había desarticulado.
Recuperar el movimiento.
De a poco, la ternura se transforma en impulso. Te empujan. Hasta te empiezan a dar patadas por debajo de la mesa. Te piden perdón y vos pones cara de “no me dolió” y por dentro pensas en volver a usar canilleras. Te hacen foules y te sentís un poquito más cerca de volver a las canchas. Te acalambras. Te pones cinta para ajustar la venda. Hasta te volves director técnico: das indicaciones sobre cómo pueden ayudarte.
También te sentís réferi, amonestando cuando alguien se acerca mucho a tu pierna. Te llegan a decir que se olvidan de que estas lesionado y, vos, contento, sabes que algo está cambiando, que te vas acercando.
Estas bajando las escaleras del subte (no las mecánicas eh!) y lo ves venir. Tus compañeros corren más que nunca y pensas que no llegas. Falta muy poquito, ya estamos en tiempo de descuento. El botín te saca movilidad, pero con las muletas logras zancadas más largas. Escuchas un ruido, la chicharra indica que el subte está por cerrar las puertas pero no suena nada parecido al silbato del réferi. La defensa se abre, gambeteaste a dos, y antes de que termine el primer tiempo, lo conseguiste. Entraste con pelota y todo. Goooooool. Por dentro lo gritas con toda. La hinchada subterránea te mira como queriendo aplaudirte. Vos sonreís y pensas que valieron la pena estos largos años haciendo lo mismo cada martes, jueves y domingo. Una bota y una muleta no te frenan sino que te llevan a redoblar el esfuerzo.
Bancala: En el entretiempo te mandan al banco.
Si, te sacaron, aunque no lo puedas creer. El de la camiseta número 15 te deja su asiento y vos no sabes si abrazarlo, chocarle los cinco o quizás con una mirada alcanza.
El dt te explica: “Estas lesionado”. Claro, la muleta y la bota te delatan. ¿Te fracturaste? Pregunta el ayudante.
En el estadio, el altoparlante anuncia que llegaste a la estación.
Bajas del subte, subís las escaleras, pero esta vez de forma lenta y pausada. Lógico, no queres salir de la cancha.
Llegas al último escalón.
Aunque sea en el plano de lo imaginario, volviste a jugar al fútbol.
Cenas, basas, series (GOT). En fin, compañía. “Uno es una relación social consigo mismo”. En momentos de soledad, cuando volvía el dolor, cuando no había sueño, cuando el techo era el único paisaje, aparecían ellos, los de las muletas imaginarias. Me imaginaba en esas situaciones, poniendo pausa para debatir con Lai sobre a quién le corresponde el trono de hierro y sobe el invierno que se acerca. Me imaginaba con A, K, Q y J de dominante. Me imaginaba el menú para los pibes el lunes a la noche. Me imaginaba escribiendo esto, y recuperando el diván sobre el cual me recuesto los jueves. Me imaginaba subiendo las eternas escaleras de la facultad mientras me burlaba del ascensor.
Me imaginaba jugando con mi hermano al Paddle un dobles y abrazándolo después de ganar un punto bien jugado. Me imaginaba yendo con mi viejo a la universidad mientras pensábamos en si bancar o no a Almirón (no somos muchos, no somos pocos, pero estamos todos locos) o intentando anticiparnos y descubrir en cada capítulo quien es el asesino, dependiendo de su trayectoria actoral. Me imaginaba el abrazo de mi vieja antes de dormir y sus sabias palabras, discutiendo después en la cocina si la tarta lleva huevo.
Pequeñas imaginaciones me hacen soñar. Me imaginaba tomándome el 132 una vez más pero esta vez para el parque Rivadavia, ese lugar, casi en la esquina de campichuelo, donde me invento que la vuelvo a ver.
Te aferras a todo esto y te das cuenta que hiciste el check in, presentaste la documentación,  embarcaste. Pasas la manga, y lo ves: un pájaro enorme.
Me imagino recuperando las alas, las turbinas, abrochándome el cinturón, despegando y aterrizando.
Me imagino volviendo a jugar al fútbol.

Me levanto con una sonrisa, miro el calendario y paso “volando”, avión.