Tibia y peroné.
Crees que no te va a pasar. Te lesionaste
alguna vez, pero ¿fractura, quiebra, ruptura? Eso solo en la tele o en algún
que otro caso cercano.
Si tenía que pasar, que sea jugando al fútbol
y en el lugar más lindo del mundo.
Cuando algo se rompe, es necesario arreglarlo
para que vuelva a ser utilizado, de la misma o de diferente manera a la forma
original. Conocimientos traumatológicos, manos profesionales, un clavo y cuatro
tornillos hacen que hoy mi pierna derecha ya no esté rota. Pero sin embargo, aún
no funciona.
Esa ronda. Esas miradas. Caras de preocupación.
De repente la cancha 1 se va alejando. Al principio no duele. Al parecer en
caliente no se siente mucho, pero te das cuenta que “o tenes mucha elongación,
o algo se rompió”. No te podes levantar. El botín empieza a apretar. Y de un
segundo para el otro caes de lo que se viene. Ahí, en ese momento, empieza a
doler.
Me dijeron que recién en tres meses podría
volver a usar la derecha.
Seguís siendo un avión, pero de papel.
¿Qué pasa en esos tres meses?
Esa continuidad que se pierde como lo dice la
definición, no alude solamente a la continuidad de una sustancia ósea. Se pierden
muchas otras cosas que venían dándose de una manera, y ahora,
indefectiblemente, tendrán que ser de otra.
Llamados y mensajes durante dos días
seguidos. Algunos entrantes, con buenos deseos, motivando y haciendo sentir a
uno querido. Algunos salientes, comentando que no podré ir
a trabajar por al menos tres meses. Por ahora, todo es cariño, mensajes, estar
rodeado de gente, casi ni sentir el dolor. Pero cuando menos te la esperas, esa
ilusión de totalidad empieza a fragmentarse. Dejas de formar parte. Reina la
incertidumbre de si podré cursar en la facu este cuatrimestre, si podré volver
a viajar en colectivo, si dejará de doler en algún momento, si volveré a
ejecutar un lateral largo, mandar algún centro. Cada foul te parece violento,
motivo de fractura y expulsión. Efectos secundarios de la medicación, nauseas,
sueño de día e insomnio por la noche. Los mensajes ya no llegan.
La sensación de que se había roto algo más
que la pierna. Algo de mi cabeza parecía desarticulado también.
Y en esa desarticulación, donde por un rato
no hay sostén, empezas a sentirte indigno de relación social: “no lo quiero joder”. No queres salir a
la calle, hasta le agarras el gustito a la comodidad de estar tirado. Te
replegas, te cerras en tu mundo, y el dolor vuelve a aparecer. Hasta que te das
cuenta que "cuánto más te alejas, mas te
acercas a lo que te da miedo". Y entonces estas dispuesto a asumir el
riesgo. Salís a la calle, te bancas el dolor, te acalambras, pero volves a
sentir el calor del sol, o te cagas de frio porque ya perdiste la noción de la
temperatura y saliste sin buzo y con ojotas. Hasta te olvidas que tenías la
opción de chequear la temperatura. Ese afuera que atemorizaba se convierte en
horizonte. Pudiste. Lo hiciste. Algo se
puso en movimiento. El avión empieza a recuperar la fuerza después de una
bandera naranja, pero recién te estás acercando al aeropuerto y sabes que el vuelo
está muy demorado.

Subirme a las muletas fue como empezar a
andar en bicicleta. Claro, en este caso sería adecuado decir que la bici tiene
una rueda pinchada. Un otro que te motiva: “dale,
vos podes”, que te felicita cuando das esos primeros pasos. Un otro que te
apoya las manos en la espalda para que no te caigas, que te ayuda a estacionar
las muletas, que te acomoda el asiento. Por momentos tengo la ilusión de que
aunque haya una rueda pinchada, la bici puede andar igual. O a lo mejor te das
cuenta que no es tan malo andar con rueditas.
Mi viejo, disfrazado de meteoro, llevándome a
la facultad en un Chevrolet que se convierte en micro. Un asiento para mí, otro
para mi pierna, y otro para las muletas. Una multitud.
Kinesiología,
mi segunda casa. La guitarra y las muletas, mis amigas.
Cada
escalón, una montaña. Cada vereda, un salto de trampolín en donde miraste para
abajo y dudaste: ¿me tiro o no me tiro?
La
pierna se vuelve amo y el cuerpo se vuelve esclavo. La pierna tiene el
privilegio, todos la cuidan y preguntan por ella. Gana el centro de la
atención. La pierna, siempre estirada, elevada, se cree reina, se cree el amo. Pero
mientras ella esta quieta, esperando, el resto del cuerpo se pone en
movimiento, se transforma cada día y se va acercando a la libertad. El esclavo
encuentra la libertad en el momento que
se pone a trabajar.
Cuando
la pierna, el amo, se siente en desventaja, pues reconoce que ya ha descansado
mucho, entiende que es hora de despertar y para esto, debe resignar su lugar de
privilegio.
La fractura deja marcas y no solo en el
cuerpo.
Para mí, la fractura, fue una experiencia.
Y la experiencia requiere un punto de interrupción. Acá
entendí que esa “perdida de continuidad”
que define a la fractura va en sintonía con esta interrupción: pararse a
pensar, mirar, escuchar, pensar más despacio, mirar más despacio, escuchar más
despacio, detenerse en los detalles y tener paciencia.
La fractura es algo así como un territorio de paso,
donde lo que pasa produce efectos, inscribe marcas y deja huellas. Pero no
todos los efectos son negativos.
Cicatrices, dolor, regresión a estados de
dependencia casi absoluta, angustias nocturnas. Para estas cosas, las muletas
reales no me sirvieron. Diría más bien que, ante momentos de necesidad,
aparecieron unas muletas imaginarias que me ayudaron a sostenerme cuando me
estaba por caer: amigos, novia, familia.
Solo
con ellos pude encontrar el verdadero punto de contacto entre aquello que se
había desarticulado.
Recuperar
el movimiento.
De a
poco, la ternura se transforma en impulso. Te empujan. Hasta te empiezan a dar
patadas por debajo de la mesa. Te piden perdón y vos pones cara de “no me
dolió” y por dentro pensas en volver a usar canilleras. Te hacen foules y te
sentís un poquito más cerca de volver a las canchas. Te acalambras. Te pones
cinta para ajustar la venda. Hasta te volves director técnico: das indicaciones
sobre cómo pueden ayudarte.
También
te sentís réferi, amonestando cuando alguien se acerca mucho a tu pierna. Te
llegan a decir que se olvidan de que estas lesionado y, vos, contento, sabes
que algo está cambiando, que te vas acercando.
Estas bajando las escaleras del subte (no las
mecánicas eh!) y lo ves venir. Tus compañeros corren más que nunca y pensas que
no llegas. Falta muy poquito, ya estamos en tiempo de descuento. El botín te
saca movilidad, pero con las muletas logras zancadas más largas. Escuchas un
ruido, la chicharra indica que el subte está por cerrar las puertas pero no
suena nada parecido al silbato del réferi. La defensa se abre, gambeteaste a
dos, y antes de que termine el primer tiempo, lo conseguiste. Entraste con
pelota y todo. Goooooool. Por dentro lo gritas con toda. La hinchada subterránea
te mira como queriendo aplaudirte. Vos sonreís y pensas que valieron la pena
estos largos años haciendo lo mismo cada martes, jueves y domingo. Una bota y
una muleta no te frenan sino que te llevan a redoblar el esfuerzo.
Bancala: En el entretiempo te mandan al
banco.
Si, te sacaron, aunque no lo puedas creer. El
de la camiseta número 15 te deja su asiento y vos no sabes si abrazarlo,
chocarle los cinco o quizás con una mirada alcanza.
El dt te explica: “Estas lesionado”. Claro,
la muleta y la bota te delatan. ¿Te fracturaste? Pregunta el ayudante.
En el estadio, el altoparlante anuncia que
llegaste a la estación.
Bajas del subte, subís las escaleras, pero
esta vez de forma lenta y pausada. Lógico, no queres salir de la cancha.
Llegas al último escalón.
Aunque sea en el plano de lo imaginario,
volviste a jugar al fútbol.
Cenas, basas, series (GOT). En fin, compañía.
“Uno es una relación social consigo mismo”.
En momentos de soledad, cuando volvía el dolor, cuando no había sueño, cuando
el techo era el único paisaje, aparecían ellos, los de las muletas imaginarias.
Me imaginaba en esas situaciones, poniendo pausa para debatir con Lai sobre a
quién le corresponde el trono de hierro y sobe el invierno que se acerca. Me
imaginaba con A, K, Q y J de dominante. Me imaginaba el menú para los pibes el
lunes a la noche. Me imaginaba escribiendo esto, y recuperando el diván sobre
el cual me recuesto los jueves. Me imaginaba subiendo las eternas escaleras de
la facultad mientras me burlaba del ascensor.
Me imaginaba jugando con mi hermano al Paddle
un dobles y abrazándolo después de ganar un punto bien jugado. Me imaginaba yendo con mi viejo a la
universidad mientras pensábamos en si bancar o no a Almirón (no somos muchos,
no somos pocos, pero estamos todos locos) o intentando anticiparnos y descubrir
en cada capítulo quien es el asesino, dependiendo de su trayectoria actoral. Me
imaginaba el abrazo de mi vieja antes de dormir y sus sabias palabras,
discutiendo después en la cocina si la tarta lleva huevo.
Pequeñas imaginaciones me hacen soñar. Me
imaginaba tomándome el 132 una vez más pero esta vez para el parque Rivadavia,
ese lugar, casi en la esquina de campichuelo, donde me invento que la vuelvo a
ver.
Te aferras a todo esto y te das cuenta que
hiciste el check in, presentaste la documentación, embarcaste. Pasas la manga, y lo ves: un
pájaro enorme.
Me imagino recuperando las alas, las
turbinas, abrochándome el cinturón, despegando y aterrizando.
Me imagino volviendo a jugar al fútbol.
Me levanto con una sonrisa, miro el
calendario y paso “volando”, avión.